And if he left off
dreaming about you... Through the Looking-Glass, VI
1.
Nadie lo vio desembarcar en la unánime noche, nadie vio la canoa
de bambú sumiéndose en el fango sagrado, pero a los pocos
días nadie ignoraba que el hombre taciturno venía del Sur
y que patria era una de las infinitas aldeas que están aguas arriba,
en el flanco violento de la montaña, donde el idioma zend no está
contaminado de griego y donde es infrecuente la lepra. Lo cierto es que
el hombre gris besó el fango, repechó la ribera sin apartar
(probablemente, sin sentir) las cortaderas que le dilaceraban las carnes
y se arrastró, mareado y ensangrentado, hasta el recinto circular
que corona un tigre o caballo de piedra, que tuvo alguna vez el color del
fuego y ahora el de la ceniza. Ese redondel es un templo que devoraron
los incendios antiguos, que la selva palúdica ha profanado y cuyo
dios no recibe honor de los hombres. El forastero se tendió bajo
el pedestal. Lo despertó el sol alto. Comprobó sin asombro
que las heridas habían cicatrizado, cerró los ojos pálidos
y durmió, no por flaqueza de la carne sino por determinación
de la voluntad. Sabía que ese templo era el lugar que requería
su invencible propósito; sabía que los árboles incesantes
no habían logrado estrangular, rio abajo, las ruinas de otro templo
propicio, también de dioses incendiados y muertos; sabía
que su inmediata obligación era el sueño. Hacia la medianoche
lo despertó el grito inconsolable de un pájaro. Rastros de
pies descalzos, unos higos y un cántaro le advirtieron que los hombres
de región habían espiado con respeto su sueño y solicitaban
su amparo o temían su magia. Sintió el frío del miedo
y buscó en la muralla delipidada un nicho sepulcral y se tapó
con hojas desconocidas.
2.
El propósito que lo guiaba no era imposible, aunque sí sobrenatural.
Quería soñar un hombre, quería soñarlo con
integridad minuciosa e imponerlo a la realidad. Ese proyecto mágico
había agotado el espacio entero de su alma; si alguien le hubiera
preguntado su propio nombre o cualquier rasgo de su vida anterior, no habría
acertado a responder. Le convenía el templo inhabitado y despedazado,
porque era un mínimo de mundo visible; la cercanía de los
labradores también, porque éstos se encargaban de subvenir
a sus necesidades frugales. El arroz y las frutas de su tributo eran
pábulo suficiente para su cuerpo, consagrado a la única tarea
de dormir y soñar.
3.
Al principio, los sueños eran caóticos; poco después,
fueron de naturaleza dialéctica. El forastero se soñaba en
el centro de un anfiteatro circular que era de algún modo el templo
incendiado: nubes de alumnos taciturnos fatigaban las gradas; las caras
de los últimos pendían a muchos siglos de distancia y a una
altura estelar, pero eran del todo precisas. El hombre les dictaba lecciones
de anatomía, de cosmografia, de magia: Los rostros escuchaban con
ansiedad y procuraban responder con entendimiento, como si adivinaran la
importancia de aquel examen, que redimiría a uno de ellos de su
condición de vana apariencia y lo interpolaría en el mundo
real. El hombre, en el sueño y en la vigilia, consideraba las respuestas
de sus fantasmas, no se dejaba embaucar por los impostores, adivinaba en
ciertas perplejidades una iteligencia creciente. Buscaba un alma que mereciera
participar en el universo.
4.
A las nueve o diez noches comprendió con alguna amargura que nada
podía esperar de aquellos alumnos que aceptaban con pasividad su
doctrina y sí de aquellos que arriesgaban, a veces, una contradicción
razonable. Los primeros, aunque dignos de amor y de buen afecto, no podían
ascender a individuos; los últimos preexistían un poco más.
Una tarde (ahora también las tardes eran tributarias del sueño,
ahora no velaba sino un par de horas en el amanecer) licenció para
siempre el vasto colegio ilusorio y se quedó con un solo alumno.
Era un muchacho taciturno, cetrino, díscolo a veces, de rasgos afilados
que repetían los de su soñador. No lo desconcertó
por mucho tiempo la brusca eliminación de los condiscípulos;
su progreso, al cabo de unas pocas lecciones particulares, pudo maravillar
al maestro; Sin embargo, la catástrofe sobrevino. El hombre un día,
emergió del sueño como de un desierto viscoso, miró
la vana luz de la tarde que al pronto confundió con la aurora y
comprendió que no había soñado. Toda esa noche y todo
el día, intolerable lucidez del insomnio se abatió con él.
Quiso explorar la selva, extenuarse; apenas alcanzó entre la cicuta
unas rachas de sueño débil, veteadas fugazmente de visiones
de tipo rudimental: inservibles. Quiso congregar el colegio y apenas hubo
articulado unas breves palabras de exhortación, éste se deformó,
se borró. En casi perpetua vigilia, lágrimas de ira le quemaban
los viejos ojos.
5.
Comprendió que el empeño de modelar la misteria incoherente
y vertiginosa de que se componen los sueños es el más arduo
que puede acometer un varón, aunque penetre todos los enigmas del
orden superior y del inferior: mucho más arduo que tejer una cuerda
de arena o que amodenar el viento sin cara. Comprendió que un fracaso
inicial era inevitable. Juró olvidar la enorme alucinación
que lo había desviado al principio y buscó otro método
de trabajo. Antes de ejercitarlo, dedicó un mes a la reposición
de las fuerzas que había malgastado el deliria. Abandonó
toda premeditación de soñar y casi acto continuo logró
dormir un trecho razonable del día. Las raras veces que soñó
durante ese período, no reparó en los sueños. Para
reanudar la tarea, esperó que el disco de la luna fuera perfecto.
Luego, en la tarde, se purificó en las aguas del río, adoró
los dioses planetarios, pronunció las sílabas lícitas
de un nombre poderoso y durmió. Casi inmediatamente soñó
con un corazón que latía.
6.
Lo soñó activo, caluroso, secreto, del grandor de un puño
cerrado, color granate en la penumbra de un cuerpo humano aún sin
cara ni sexo; con minucioso amor lo soñó, durante catorce
lúcidas noches. Cada noche, lo percibía con mayor evidencia.
No lo tocaba; se limitaba a atestiguarlo, observarlo, tal vez a corregirlo
con la mirada. Lo percibía, lo vivía, desde muchas distancias
y muchos ángulos. La noche catorcena rozó la artería
pulmonar con el índice y luego todo el corazón, desde afuera
y adentro. El examen lo satisfizo. Deliberadamente no soñó
durante una noche: luego retomó el corazón, invocó
el nombre de un planeta y emprendió la visión de otro de
los órganos principales. Antes de un año llegó el
esqueleto, a los párpados. El pelo innumerable fue tal vez la tarea
más difícil. Soñó un hombre íntegro,
un mancebo, pero éste no se incorporaba ni hablaba ni podía
abrir los ojos. Noche tras el hombre lo soñaba dormido.
7.
En las cosmogonías gnósticas, los demiurgos amasan un rojo
Adán que no logra ponerse de pie; tan inhábil y rudo y elemental
como ese Adán de polvo era el Adán de sueño que las
noches del mago habían fabricado. Una tarde, el hombre casi destruyó
toda su obra, pero se arrepintió. (Más le hubiera valido
destruirla.) Agotados los votos a los númenes de la tierra y del
río, se arrojó a los pies de la efigie que tal vez era tigre
y tal vez un potro, e imploró su desconocido socorro. Ese crepúsculo,
soñó con la estatua. La soñó viva, trémula:
no era un atroz bastardo de tigre y potro, sino a la vez esas dos criaturas
vehementes y también un toro, una rosa, una tempestad. Ese múltiple
dios le reveló que su nombre terrenal era Fuego, que en ese tempo
circular (y en otros iguales) le habían rendido sacrificios y culto
y que mágicamente animaría al fantasma soñado, de
suerte que todas las criaturas, excepto el Fuego mismo y el soñador,
lo pensaran un hombre de carne y hueso. Le ordenó que una vez instruido
en los ritos, lo enviara al otro templo despedazado cuyas pirámides
persisten aguas abajo, para que alguna voz lo glorificara en aquel edificio
desierto. En el sueño del hombre que soñaba, el soñado
se despertó.
8.
El mago ejecutó esas órdenes. Consagró un plazo (que
finalmente abarcó dos años) a descubrirle los arcanos del
universo y del culto del fuego. Intimamente, le dolía apartarse
de él. Con el pretexto de la necesidad pedagógica, dilataba
cada día las horas dedicadas al sueño. También rehizo
el hombro derecho, acaso deficiente. A veces lo inquietaba una impresión
de que ya todo había acontecido... En general, sus días eran
felices; al cerrar los ojos pensaba: Ahora estaré con mi hijo.
O, más raramente: El hijo que he engendrado me espera y no
existirá si no voy.
9.
Gradualmente, lo fue acostumbrando a la realidad. Una vez le ordenó
que embanderara una cumbre lejana. Al otro día, flameaba la bandera
en cumbre. Ensayó otros experimentos análogos, cada vez más
audaces. Comprendió con cierta amargura que su hijo estaba listo
para nacer—y tal vez impaciente—. Esa noche lo besó por primera
vez y lo envió al otro templo cuyos despojos blanquean río
abajo, a muchas leguas de inextricable selva y de ciénaga. Antes
(para que no supiera nunca que era un fantasma, para que se creyera un
hombre como los otros) le infundió el olvido total de sus años
de aprendizaje.
10.
Su victoria y su paz
quedaron empañadas de hastío. En los crepúsculos de
la tarde y del alba, se prosternaba ante la figura de piedra, tal vez imaginando
que su hijo irreal ejecutaba idénticos ritos, en otras ruinas circulares,
aguas abajo; de noche no soñaba, o soñaba como lo hacen todos
los hombres. Percibía con cierta palidez los sonidos y formas del
universo: el hijo ausente se nutría de esas disminuciones de su
alma. El propósito de su vida estaba colmado; el hombre persistió
en una suerte de éxtasis. Al cabo de un tiempo que ciertos narradores
de su historia prefieren computar en años y otros en lustros, lo
despertaron dos remeros a medianoche: no pudo ver sus caras, pero le hablaron
de un hombre mágico en un templo del Norte, capaz de hollar el fuego
y de no quemarse. El mago recordó bruscamente las palabras del dios.
Recordó que de todas las criaturas que componen el orbe, fuego era
la única que sabía que su hijo era un fantasma. Ese recuerdo,
apaciguador al principio acabó por atormentarlo. Temió que
su hijo meditara en ese privilegio anormal y descubriera algún modo
su condición de mero simulacro. No ser un hombre, ser la proyección
del sueño de otro hombre --qué humillación incomparable,
qué vértigo! A todo padre le interesan los hijos que ha procreado
(que ha permitido) en una mera, confusión o felicidad; es natural
que el mago temiera por el porvenir de aquel hijo, pensando entraña
por entraña y rasgo por rasgo, en mil una noches secretas.
11.
El término de sus cavilaciones fue brusco, pero lo prometieron algunos
signos. Primero (al cabo de una larga sequía) una remota nube en
un cerro, liviana como un pájaro; luego hacia el Sur, el cielo que
tenía el color rosado de la encía de los leopardos; luego
las humaredas que herrumbraron el metal de las noches; después la
fuga pánica de las bestias. Porque se repitió lo acontecido
hace muchos siglos. Las ruinas del santuario del dios del fuego fueron
destruídas por el fuego. En un alba sin pájaros el mago vio
cernirse contra los muros el incendio concéntrico. Por un instante
pensó refugiarse en las aguas, pero luego comprendió que
la muerte venía a coronar su vejez y a absolverlo de sus trabajos.
Caminó contra los jirones de fuego. Estos no mordieron su carne,
éstos lo acariciaron y lo inundaron sin calor y sin combostión.
Con alivio, con humillación, con terror, comprendió que él
también era una apariencia, que otro estaba soñándolo.
Jorge Luis Borges
1899-1986
Argentino